¿Cuándo la masculinidad se vuelve tóxica?

¿Qué significa ser hombre?”

Es una pregunta  interesante que activa múltiples definiciones, significados y conceptos donde la cultura, las experiencias personales, la crianza y los estereotipos juegan un rol importante para poder responderla. Sin duda, es un interrogante que genera debate entre los diferentes puntos de vista, tanto teóricos como no, sobre lo que significa haber nacido hombre y cómo comportarse, a nivel social, familiar y personal, como uno. Desde las sociedades primitivas hemos vivido separados por nuestras diferencias sexuales biológicas, las cuales han sido el vehículo para la asignación de los distintos papeles asociados a los hombres y a las mujeres, construyendo así un sistema en donde aquello que es viril, varonil, dominante, poderoso, enérgico es masculino y “de hombres”, mientras que lo sensible, sumiso, emotivo, estético y frágil es “de mujeres”.

En la actualidad, y sobre todo en la cultura occidental, seguimos considerando como único este sistema, en el cual los niños deben, en todo momento, ser fuertes, demostrar poder, no expresar sus emociones y alejarse de todo aquello que sea catalogado como “femenino” por el miedo de ser visto socialmente como “menos hombre”.

Así, sin darnos cuenta criamos a nuestros hijos dentro de un bucle de patrones, los cuales se han normalizado desde hace décadas, que dictan cuál es la manera correcta de ser un hombre en sociedad y así llegar a alcanzar lo que todo hombre debe alcanzar: respeto y dignidad.

¿Cuándo la masculinidad pasa a ser entonces tóxica?

Que te guste jugar al fútbol, a la playstation, que no te interese la estética o las artes, o que simplemente no te identifiques o gustes “las cosas de niñas” no te hace un hombre tóxico. Te conviertes en alguien tóxico cuando tienes la idea irracional que todos los hombres que están alrededor de ti deben seguir ese patrón y que aquellos que disfruten de otras actividades, como por ejemplo, bailar ballet (una actividad socialmente vista como femenina) sean perseguidos, humillados, discriminados y, en algunos casos, agredidos o peor. 

A los niños desde muy pequeños se les educa para que sean fuertes e independientes, mientras que a las niñas se les enseña a ser obedientes, sumisas y a cumplir con las labores domésticas, las cuales no pueden ser llevadas a cabo por sus contrapartes masculinas porque “no es el deber ser”. Así, de generación en generación, se sigue transmitiendo los valores culturales de que el varón es quien tiene el poder y la niña debe mantenerse relegada en un segundo plano, es decir, se sigue promoviendo una visión de que la mujer representa el sexo débil y el hombre el sexo fuerte. Lo mencionado también puede manifestarse a través de la violencia, producto de ver a la feminidad y a la mujer, así como cualquier persona que se salga del sistema patriarcal, como algo inferior. Esta conducta muchas veces es una respuesta de ejercer dicha dominancia del hombre sobre la mujer (o del hombre sobre otros hombres) promoviendo y manteniendo en la sociedad comportamientos como el acoso sexual, las agresiones y violaciones sexuales.

 ¿Qué se puede hacer para cambiar? 

Como anteriormente se ha expuesto, muchos hombres son criados con la idea de que jamás deben mostrar y expresar emociones porque sino serían entonces como las mujeres y eso no se puede permitir en una sociedad donde se debe alcanzar la posición del famoso “macho alfa”. La empatía y la compasión también se encuentran en el hombre y las mismas pueden desarrollarse de la misma manera que en las mujeres. Estas dos habilidades humanas fomentan las relaciones y los vínculos con los otros y nos hacen más vulnerables, y al ser más vulnerables podemos pedir ayuda cuando lo necesitamos. 

En conclusión, es ineficaz castigar la expresión emocional en niños y reforzarla únicamente en niñas, puesto que el ser humano, independientemente de su sexo, es un ser emocional que experimenta y vive a partir de lo que siente frente a un estímulo o situación.

Las emociones son básicas para crecer y relacionarse positivamente con los demás, además de que sirven como factores de protección para prevenir que las personas, sobre todo los hombres, se hundan en un fondo sin vacío llegando incluso a cometer el suicidio.   

Por ello, si crees que por ser hombre no has desarrollado estas habilidades en Quiero Psicología podemos ayudarte a que te empieces a expresar y puedas ser más libre y más feliz.

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Salud mental con perspectiva de género

Cuando se publican datos sobre salud mental es habitual que una de las variables que se tengan en cuenta a la hora de informar sea el sexo y sin duda es un dato informativo, pero ¿es posible que solo estemos viendo la punta del iceberg?

Los datos más recientes sobre salud mental señalan que:

  • En España 1 de 4 personas tendrá algún problema de salud mental a lo largo de la vida.
  • El 6,7 % de la población presenta problemas de ansiedad y depresión.
  • En las mujeres, los trastornos de ansiedad y depresión son diagnosticados el doble de veces que los hombres. En el caso de la ansiedad el 9,2 % de las mujeres reciben el diagnostico frente a un 4 % en hombres y en lo que se refiere a la depresión, el 9,1 % de las mujeres reciben el diagnóstico frente al 4,3 % de los hombres.
  • Según los datos INE 2020 cuya encuesta tiene en cuenta los primeros meses del inicio de la pandemia por Covid 19, la sensación de estar decaído incrementó más en el caso de las mujeres (26,9%) que en los hombres (14,8%), respecto a momentos previos a la pandemia.
  • Respecto a los fallecimientos por suicidio a nivel mundial los datos señalan cómo los hombres fallecen por esta causa con cifras mucho más altas respecto a las mujeres, pero ellas realizan el triple de intentos. Esto se ha conocido como la paradoja del género en el suicidio.
  • 8 de cada 10 personas que consumen antidepresivos y ansiolíticos son mujeres.

Tratar esta información como meros datos estadísticos sería una mirada simplista. Para entender tal diferencia, hay que contemplar la salud mental desde una mirada más amplia, viendo cómo lo biológico, lo social y lo psicológico interactúan. A nivel biológico hombres y mujeres son diferentes; a nivel social a cada uno se les presuponen unos atributos “ideales” de feminidad y masculinidad (el género) y todo ello impactará de forma diferente en su realidad. Por ello, si no se coloca en la ecuación el “género”, no se puede entender la repercusión en la salud mental.

Ser mujer es un factor de riesgo

Se sabe que las mujeres acuden más que los hombres a las consultas de atención primaria. Los motivos que señalan están relacionados con sintomatología acorde a trastornos comunes como ansiedad, depresión y también somatizaciones y dolor sin causa orgánica. Estas diferentes expresiones se han denominado como “síndrome de los malestares del género”. Esta sintomatología es el vehículo de expresión de malestar en mujeres que están vivenciando infinitas situaciones de desigualdad. Si no se tiene en cuenta cómo esto influye en el desarrollo de problemas de salud mental, se patologiza su realidad y la intervención se verá afectada ya que suele reducirse a la medicalización.

Una intervención más adecuada sería escuchar desde la empatía atendiendo a sus necesidades y vinculándoles con redes de apoyo, trabajando para eliminar las barreras que impiden su recuperación.

Una de esas barreras para la recuperación aparece en el mismo momento en que reciben el diagnóstico, puesto que tienen que hacer frente a un doble estigma: ser mujer + problema de salud mental. Esto genera un escenario en donde se enfrentan a situaciones de mayor desigualdad y hay mayor riesgo de vulnerabilidad de derechos al quedar la mujer relegada aun más a la esfera privada.

Esto permite explicar cómo este aislamiento dificulta el acceso de las mujeres a los diferentes recursos específicos de la red de salud mental, lo cual impide su recuperación. Por tanto, ser mujer es un factor de riesgo para la salud ya que explica parte del inicio y del mantenimiento de los problemas de salud mental.

Poner límites

Establecer límites implica atender a las necesidades individuales y desde ahí saber qué queremos y que nos hace daño. Para obedecer a nuestras necesidades en muchas ocasiones hay que cambiar la situación, pero involucra también a los otros.

A la hora de decir que no, hacer peticiones, verbalizar emociones negativas etc surgen infinitas barreras donde la más grande suele ser pensar en el posible daño causado a los otros. Como esto genera un gran malestar para evitarlo se paga el peaje de minimizar nuestras necesidades, haciendo que a largo plazo el malestar sea aún mayor.

Además de esto, si se tiene en cuenta que, a diferencia de los hombres, a las mujeres se les ha educado hacia el vínculo, hacia los demás y con una mirada de eterna compasión, este establecimiento de límites se torna aún más complicado. Y que cada rebelión contra lo impuesto socialmente sea señalada no ayuda a allanar el camino, puesto que desde la culpa es más fácil que se bloquee este proceso de poner limites.

¿Por dónde empezar a poner límites?

. Si el malestar está de forma habitual en tu día a día, no intentes eliminarlo ni te castigues por ello. Escucha a tu cuerpo y repítete: tiene sentido que me sienta así.

2º Identifica donde sientes ese malestar y párate a pensar qué lo está generando. Tus emociones son válidas y son la reacción a algo que está ocurriendo.

3º Piensa a qué actividades /personas estas diciendo sí cuando en realidad quieres decir no. Empieza a renunciar y practica tu derecho a decir no, sin justificaciones.

4. Es posible que sientas que el día está gestionado de la mejor manera posible, pero tu entorno de manera directa o indirecta te juzga. Comienza a decir cómo te hace sentir eso y pide un cambio. Primero empieza a introducir en tu día a día frases que empiecen con un “me siento…”. Cuando te sientas cómoda haciendo esto puedes señalar qué necesitarías que cambiara la otra persona (ej. “Cuando haces/dices, me siento_____ me gustaría que a partir de ahora ___ (verbalizar que comportamientos podría cambiar la otra persona) “).

5º Plantéate qué roles son los que más alimentas en tu día a día. ¿Cuáles están vinculados con los demás? (“pareja de “, “madre de”.). ¿Qué cosas en el día a día haces por ti sin que implique el cuidado hacia los demás? ¿Qué te está impidiendo hacer aquellas actividades que te gustarían y que desde hace tiempo pospones? Identifica los ladrones de tiempo que están interfiriendo en tu autocuidado.

Si te has sentido identificada con lo comentado a lo largo del post, desde Quiero Psicología podemos ayudarte.

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5 consejos para la ansiedad por exámenes

“Estoy fatal por los exámenes, creo que es ansiedad”

Muchas personas tienen que enfrentarse a exámenes o entregas de trabajos, ya sea en sus estudios, en cursos para mejorar su situación laboral, oposiciones o doctorados. Un examen suele cerrar una etapa o abrir nuevas posibilidades, por lo que suele significar un punto de inflexión en tu vida personal o laboral. Por ello, lo más común es sentir ansiedad cuando se acercan.

Una pista que puede ayudarte a diferenciarla es que el malestar empieza cuando has sido consciente de esos exámenes o (casi) desaparece cuando haces otras actividades. Cada uno siente la ansiedad de manera diferente, pero suele presentarse como:

  • bloqueos, pérdida de concentración y/o memoria
  • dificultad para dormir, agotamiento mental y físico
  • irritabilidad y/o “explosiones” emocionales de tristeza, miedo, enfado y frustración
  • ataques de pánico o sensaciones físicas muy intensas como dificultad para respirar, presión en el pecho, palpitaciones, dolores de cabeza…
  • pensamientos negativos recurrentes como “No voy a poder, lo llevo fatal”, “Voy a suspender”, “No me acuerdo de nada”, “Soy idiota, inútil” etc.

¿Por qué aparece la ansiedad?

La ansiedad funciona como una alarma que nos avisa de que algo importante para nosotros está cerca y nos activa (física y mentalmente) para que nos preparemos ante ello, especialmente si no sabemos qué va a ocurrir: nuestro cuerpo se llena de energía y notamos sensaciones físicas fuertes, para después sentirnos agotados; y nuestra cabeza transforma esa energía en bucles, es decir pensamientos rápidos y negativos que se repiten en la cabeza, normalmente anticipando lo qué ocurrirá o juzgándonos.

No podemos evitar que aparezca la ansiedad, ya que sería quitarnos una alarma que nos ayuda mucho (aunque sea molesta), pero sí que podemos aprender a gestionarla para que no nos desborde. De hecho, cuando es muy intensa o duradera, esta ansiedad puede llevarnos a desmotivarnos, dejar de hacer actividades que nos gustaban y/o relacionarnos e incluso sentirnos “anestesiados” emocionalmente.

Entonces ¿cómo lo gestiono?

Aunque puedan parecer pequeñas pautas, queremos pequeños cambios para empezar a cambiar la situación en la que estamos.

  • Acepta la ansiedad: Hemos dicho que no podemos evitar la ansiedad, por lo que luchar contra ella, parece un malgasto de energía ¿no?: Si llueve, ¿le gritas al cielo que pare?, ¿o aceptas que te vas a mojar y te vistes para que te impida hacer tus planes lo menos posible? Prueba a no resistirte y dejar que pase.
  • No te creas todo lo que piensas: Este ejercicio de dejar pasar la ansiedad también se aplica a esos pensamientos negativos, especialmente con los que más te bloquean y menos objetivos parecen. Todos hemos pensado “esta vez sí me toca algo en la lotería” y no ha tocado, así que no todo lo que aparece en nuestra cabeza es una realidad. Una técnica más específica que puede ayudarte a centrarte en el presente es el mindfulness (si no sabes lo que es, aquí te lo explicamos).
  • Organízate: Hemos dicho que la ansiedad nos activa para prepararnos, pero esto no funciona si no tomamos acciones. Estudiar no tiene por qué implica ansiedad, también puede significar avanzar hacia tu meta. Intenta desglosar los temas o tareas que tienes que estudiar o realizar en actividades más pequeñas y repartirlas en un horario que puedas colgar en algún sitio visible para ti.
  • No eres un robot: Es importante SER REALISTA Y FLEXIBLE con esos horarios y objetivos que nos marcamos. No siempre estarás tan concentrado, ni descansarás igual todos los días, así que incluye en tus horarios tiempo para “imprevistos”. Recuerda que no eres perfecto y que no cumplir estos horarios al 100% no implica ser idiota o inútil: Háblate con compasión, como lo harías con un amigo o familiar.
  • Cuídate: Puesto que no somos robots, ¡necesitamos tiempo para cuidarnos y despejarnos! Establece un tiempo diario (aunque sea poco) y semanal para actividades agradables, que te ayuden a desconectar del estudio y a conectar contigo o con otros. Puedes practicar técnicas de relajación, hacer algo de actividad física o recurrir a actividades que antes disfrutabas. El autocuidado también incluye hablar y expresar como te sientes con personas de tu entorno, especialmente aquellas que entiendan por lo que estés pasando o sean un apoyo para ti.

Las circunstancias personales de cada uno pueden complicar la gestión de la ansiedad. Si quieres ayuda de especialistas, en Quiero Psicología, podemos ayudarte.

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Volver a casa por Navidad

¿Cuántas películas tienen como gancho la vuelta a casa por navidad?, ¿cómo son las emociones que nos venden los anuncios en estas fechas? Felicidad, abrazos, nostalgia….

Si bien hace una semana exponíamos cómo los compromisos navideños y sociales de estas fechas podían afectar a nuestro estado de ánimo, pudiendo provocar emociones desagradables como enfado, ansiedad o vergüenza; hoy queremos centrarnos en la extraña sensación de volver a tu ciudad de origen o casa familiar por navidad.

Esto se da en personas que durante el resto del año viven en otro domicilio, y especialmente nos referimos a las personas que viven en otra ciudad o país, alejados de su familia. Este distanciamiento puede ser por motivos laborales, legales, afectivos o simplemente, por decisión personal.

Si bien no nos gusta etiquetar, esta sensación ha recibido el nombre de Síndrome de regresión navideña por la prensa. Esto no quiere decir, por tanto, que sea un diagnóstico, ni mucho menos una patología, sino que es una sensación más habitual de lo que creemos en la población.

Esta no es mi habitación.

Después de meses fuera de casa, de ser autosuficiente económicamente y tener tu propio alojamiento… llegas a casa de tus padres y te toca dormir en tu habitación de la infancia. Todavía quedan algunos peluches y posters de tus ídolos adolescentes en las paredes. La cama es pequeña y la decoración ya nada tiene que ver con cómo eres.

Incluso habrá familias que habrán dado otro uso a la habitación, quizás ahora sea un despacho o vestidor, por lo que ya no contarás con un espacio propio para ti.

Ante esta situación es habitual experimentar recuerdos del pasado, nostalgia, pero también vergüenza, tristeza o incluso enfado. Percibir esa falta de vinculación con tus antiguas pertenencias y ver cómo todo ha cambiado puede provocar un pequeño proceso de duelo.

¿A qué hora vuelves?

Una vez independizado, lejos quedan las preguntas de ¿con quién sales esta noche? o las advertencias del tipo “ten cuidado y vuelve pronto”. Sin embargo, la vuelta al hogar familiar puede traer de vuelta ciertas exigencias que quedaron atrás hace mucho tiempo.

Si bien tus estrategias de afrontamiento han cambiado, puede que tus padres sigan manteniendo las mismas rutinas y normas, que por alguna razón, dejaste atrás y afortunadamente, has olvidado.

Esto puede generar conflictos y provocar una sensación de regresión al rol de niño del que huiste.

Todo es igual, pero nada es lo mismo.

Quieres volver a ver a esas amistades que hace tiempo que no ves, poneros al día y disfrutar de un buen rato juntos. No obstante, resulta que algunos de ellos están fuera, otros están con su pareja y el otro grupo ya tiene planes.

Si bien esto puede resultar un tanto exagerado, al igual que tú has tenido la oportunidad de madurar, vivir nuevas experiencias y cambiar (como podemos apreciar cuando volvemos a nuestra vieja habitación), debemos asumir que nuestras antiguas amistades también lo habrán hecho.

Es muy común que el viejo círculo de amistades haya cambiado, quizás se haya reducido, o que ahora también se incluyan parejas, gente nueva, etc. También se podrán apreciar cambios de gusto, de identidad, de opinión política… no podemos pretender que todo siga igual que lo dejamos.

Esto no tiene por que suponer un límite, de hecho, puede resultar incluso enriquecedor. No obstante, es importante ajustar las expectativas previas al viaje, ya que si nosotros hemos cambiado, no podemos exigir que nuestro entorno social siga igual y gire en torno a nuestra vuelta.

¿Cómo afrontar la vuelta a casa?

Por mucho que los anuncios nos vendan felicidad, volver al hogar no tiene por qué ser algo placentero.

Regresar puede reactivar viejos estilos de apego, y hay que tener cuidado e identificarlo, deberemos poner en práctica todo lo trabajado hasta ahora en terapia.

  • Marca límites con asertividad: Ya no eres el niño que montó esa cama y decoró esas paredes. Explica tu necesidad de privacidad expresando tus emociones, a través de los mensajes yo, y no hace falta que respondas a todas las preguntas que te planteen.
  • Dedícate tiempo a solas y fomenta el autocuidado: Pasar de vivir de forma independizada y autosuficiente a convivir con la familia bajo sus normas, puede resultar estresante. Todos necesitamos un tiempo a solas para conectar con nuestras necesidades y emociones. Si ves que tienes dificultades para obtener esa privacidad en casa de tus padres, sal a dar una vuelta, haz ejercicio o practica alguna actividad que no podrías hacer en otro momento o lugar.
  • Aprovecha para compartir tus cambios y conocer los de los demás: Afortunadamente, las experiencias van moldeando nuestra personalidad y poco a poco vamos forjando nuestra identidad. Es probable, y beneficioso, que ya no seamos como nuestra familia o incluso viejas amistades nos recuerdan, lo mismo nos pasará con ellos. Dedica este tiempo para compartir ideas y si esto resulta una fuente de conflicto, recuerda, no estás obligado a estar de acuerdo con todos y tienes derecho a proteger tu intimidad.

Por mucho que nos vendan los beneficios de la navidad, para muchas personas supone toda una serie de obligaciones y un importante estresor. Es un periodo breve donde socialmente nos empujan a juntarnos con gente que habitualmente apenas vemos, desplazarnos a otras ciudades u hogares, etc. Sin embargo, debemos recordar que por suerte o desgracia, tiene fecha final.

Recuerda que no estás obligado a seguir esas tradiciones si no lo deseas, y si no eres capaz de poner límites a tu familia siempre puedes contar con nuestra ayuda experta.

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Tácticas de maltrato psicológico

A día de hoy, pese a que hemos avanzado muchísimo en el conocimiento de lo que es violencia y sobre todo violencia en la pareja todavía seguimos equiparando maltrato a maltrato físico. O como mucho, cuando hablamos de maltrato psicológico nos imaginamos gritos, chantajes, control evidente…

Pero no tiene que ser así.

El maltrato más efectivo es aquel que es invisible.

Y el maltrato más invisible de todos es el pasivo. Es decir, aquel en el que no se realizan conductas activas como chillar, gritar o vejar, sino más bien el que consiste en no hacer nada, como por ejemplo el ignorar a la persona y no contestarla (el famoso ghosting del que ahora tanto hablamos).

Este maltrato no es que haga daño sino que normalmente hace más daño que incluso el activo ¿por qué? porque siempre le acompaña la luz de gas, la sensación de estar volviéndote loca, siempre está abierto a interpretación. Por ejemplo si me ignoran ¿soy una histérica porque pido mucho?¿simplemente es un enfado y debo respetarlo?¿me dijo que no quería compromiso y lo que pasa es que yo me he flipado?.

El maltrato pasivo además te hace dudar muchísimo, pero encima puede no apoyarte tu entorno… Si alguien te chilla: «eres una puta» todo el mundo lo condenará, pero si alguien te ignora tus amigos o familia pueden justificarlo: «lo mismo es su manera de enfadarse, todo el mundo necesita espacio», etc.

¿Qué tácticas típicas hay de maltrato psicológico pasivo?

Ignorar:

Con los objetos no se habla. Este es el mensaje que nos llega. No te hablo porque no me importas. Me das igual. Así es cómo se siente una persona cuando es sistemáticamente ignorada. Como el resto de tácticas de maltrato pasivo hace falta que sea sistemático, que lo hagan reiteradamente, no valdría con un enfado donde no te han hablado una hora. Esta táctica es una de la más destructivas, hace pensar a la persona que vale lo mismo que un zapato y además, la deja sin explicaciones, no tiene información para saber qué ha hecho y es mil veces más frecuente que se culpe.

Deformar el lenguaje

Por ejemplo cambiando de tema o diciendo reproches generales. «Es que así no me gusta» pero luego no aclarar lo que es «así» o decir cosas como: «pues es evidente el qué». El motivo de conflicto nunca es debatido de verdad, no se da pie a aclarar lo que ocurre y por lo tanto la víctima se vuelve loca.

Aquí suele acompañar a la persona que maltrata un halo de sabiduría como si supiera más que nadie y no suele chillar ni levantar la voz, sólo hace que el otro se desestabilice para luego poder culparle aún más. Por ejemplo puede utilizar un lenguaje que está vacío pero es muy barroco o culto: «es típico en casuísticas como la tuya que los tormentos se expresen así». Eso desconcierta pero en realidad no dice nada de verdad.

Mentir

Aquí más que nunca la persona siente una luz de gas terrible y que se vuelve loca, porque sabe que le ocultan o le mienten algo pero se lo niegan. Entonces o entra en conflicto, que no servirá para nada, o disocia ambas realidades para seguir pudiendo relacionarse con la pareja.

Sarcasmo, burla o desprecio

La persona que maltrata hace bromas que podrían ser consideradas anodinas pero en realidad van a atacar a las inseguridades de la persona o incluso la ridiculizan en su entorno.

Por ejemplo, poner motes, como «gordi» a una persona que está acomplejada con su peso. Y aunque le moleste ese apelativo decirlo en su entorno para que todo el mundo siga la broma. También puede burlarse de los traumas de la persona maltratada en público para que todo el mundo se ría de ellas, o también puede hacerlo de sus ideas políticas, ética o convicciones. Pero de nuevo, si intentas confrontar volverá a ignorar el problema y a decirte que es una broma.

Aislamiento

Por supuesto esta es una de las más conocidas, separarte de tu entorno. Lo más normal es que vaya poniendo pensamientos paranoicos en ti sobre tus amigos o familiares, como que no te quieren, que no se preocupan por ti, cuando no directamente iniciará guerras con ellos para que entres en conflicto con tu entorno. Pero a lo mejor ni te has enterado de que tu maltratador fue el artífice.

Lo que digo y lo que hago no tiene que ver

Esta es otra de las más centrales y de las que más daño hace. La persona se vuelve loca intentando buscar coherencia a todo. Puede ser que te digan que te quieren pero que luego no te hagan caso, o te dicen que se preocupan por ti pero no están en los momentos difíciles….

Siempre manipularán los ejemplos o te culparán de lo que hacen. «No estuve porque es que tú me enfadaste», «te dije que te sería fiel pero en ese momento para mi no éramos pareja», «claro que me importas ¿no te acuerdas que te llevé a aquel concierto?».

¿Qué hago si me pasa a mi?

Puede que estés viviendo una situación así y no sabes cómo salir de ella. Lo primero es ponerle nombre. Sí. Es maltrato. Analízalo, busca información, contacta con un profesional. Lo es.

Mira los patrones y como se repiten, una vez lo desenmascaras es mil veces más fácil. Te das cuenta por ejemplo que no aclara lo que le molesta, que no discute de verdad o que siempre opina mal de cada persona que se te acerca. Una vez lo ves ya no puedes dejar de verlo.

Pero si aún así te cuesta, te sientes hundida o sin fuerzas en Quiero Psicología estaremos encantadas de ayudarte a salir de esta situación. Pide ayuda hoy, no esperes más a ser libre.

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¿Hay sólo una masculinidad?

Siempre que leemos un relato, a no ser que aparezca específicamente la palabra “mujer” en el título, consideramos que el sujeto protagonista del discurso versa sobre el hombre cis. En los últimos años han surgido narrativas específicas para los hombres en torno a las masculinidades. Es decir, a sus experiencias específicas de un contexto histórico-social-cultural.

¿Qué es la masculinidad? ¿Consiste en no depilarse? ¿En sentarse con las piernas muy abiertas? ¿En tener un tipo concreto de genitalidad?

Desde las sociedades primitivas hemos vivido separadxs por nuestras diferencias sexuales biológicas, las cuales han sido el vehículo para la asignación de los distintos papeles asociados a los hombres y a las mujeres. Así, se ha ido construyendo un sistema donde lo entendido como viril, varonil, dominante, poderoso, enérgico es masculino y “de hombres”, mientras que lo sensible, sumiso, emotivo, estético y frágil es “de mujeres”.

En la actualidad, y sobre todo en la cultura occidental, seguimos considerando como único este sistema, en el cual los niños deben, en todo momento, ser fuertes, demostrar poder, no expresar sus emociones y alejarse de todo aquello que sea catalogado como “femenino” por el miedo de ser visto socialmente como “menos hombre”. Así, sin darnos cuenta criamos a nuestros hijos dentro de un bucle de patrones, los cuales se han normalizado desde hace décadas, que dictan cuál es la manera correcta de ser un hombre en sociedad y así llegar a alcanzar lo que todo hombre debe alcanzar: respeto y dignidad.

Podemos entender la masculinidad, aludiendo a la hegemónica, como aquel modelo de comportamiento impuesto a aquellas personas que se identifican como hombres, que origina una situación de desigualdad. Independientemente de tu identidad de género, te has preguntado:

¿Qué es lo que erotizas en una pareja sexual? ¿Hemos aprendido a erotizar el buen trato, la dulzura, la constancia, el cuidado? ¿O seguimos reproduciendo (in)conscientemente el patrón de atracción hacia alguien intermitente, violento, que no supone una base segura?

Tipología de masculinidades

Desde luego, la visión de las masculinidades no se reduce a un estereotipo de agresividad y ya. Podríamos distinguir cuatro posibles actitudes resaltadas en la literatura:

1º) En el grado más elevado de la continuidad de la cultura machista, se encontrarían aquellos hombres que están protagonizando una reacción patriarcal frente a los avances de las mujeres, la cual incluso se está traduciendo en programas políticos. Serían los “posmachistas”, donde el denominador común no es el mero hecho de ser hombres, sino su creencia en cierto ideal de masculinidad. No es solo su modo de vida lo que se encuentra amenazado, sino la forma en que se perciben como hombres.

2º) En un segundo nivel, nos encontramos a aquellos hombres que prorrogan roles y estereotipos tradicionales, que no se cuestionan el orden establecido, entre otras cosas porque de él extraen múltiples beneficios, y que, por tanto, en ocasiones sin ser conscientes del todo, reproducen una subjetividad masculina patriarcal y, en paralelo, contribuyen a mantener una feminidad complementaria.

3º) Un tercer grupo, formado mayoritariamente por hombres más jóvenes, sería el de aquellos que han empezado a cuestionarse su estatuto tradicional, por ejemplo, gracias a un modelo de ejercicio de paternidad corresponsable. Es evidente que en muchos casos las necesidades de negociar con la pareja los espacios y los tiempos cuando se tienen hijxs puede suponer el inicio de una revisión de la propia identidad y el desarrollo de capacidades (como las del cuidado, anteriormente no ejercitadas ni valoradas como masculinas).

4º) En el nivel más avanzado de compromiso igualitario, estaría el grupo todavía reducido de hombres que no solo han iniciado un proceso de transformación personal, sino que también han asumido un compromiso público en sentido feminista. De esta manera, participan en colectivos y asociaciones, tales como AHIGE (Asociación de Hombres por la Igualdad de género), tienen presencia pública en actos de protesta y manifestaciones, como las ruedas de hombres contra la violencia, o incluso han iniciado una línea de reflexión teórica y académica sobre la masculinidad y su incidencia en la situación de las mujeres.

Por supuesto, esta clasificación no está cerrada. No siempre hay una coherencia absoluta ni en los discursos ni mucho menos en las prácticas, pudiendo encajar en varios grupos a la vez.

Llegadxs a este punto del artículo, puede que sientas cierta confusión. Y es normal, puede que esta sea la característica básica de la realidad de los hombres cis en el siglo XXI. Confusión ante un contexto donde las mujeres cis ya han dejado de responder en gran medida a los roles tradicionales y en el que progresivamente se está planteando una redefinición de nuestro modelo de convivencia.

Empieza a aflorar cierta consciencia de que ya no sirven los viejos paradigmas, pero carecemos de nuevos referentes. Sabemos que tenemos un largo camino de “deconstrucción” y posterior redefinición, pero (in)conscientemente nos pesa el miedo a colocarnos en una posición de incomodidad y renuncia a nuestros privilegios, que siempre nos han allanado el camino.

Esta crisis con la masculinidad, ciertamente ambivalente, podría empezar a ser el pretexto perfecto para superar la masculinidad patriarcal y sentar las bases para un nuevo pacto social donde las mujeres, por fin, no ocupen un lugar subordinado.

¿Cambiar es un imposible?

Si piensas que es muy difícil que las personas cambien, que si alguien lo hace es durante un tiempo determinado o que es inviable modificar ciertos patrones de comportamiento, quizás este post te interese.

El cambio en la conducta puede ser un tema contradictorio.

Hay dos bandos: unos opinan que sí es posible y otros que no.

Lo cierto es que ambas situaciones se dan y que no son excluyentes.

Desde que llegamos al mundo nos vemos envueltos en una serie de rutinas, hábitos y costumbres propias de quien nos cuida.

Estas rutinas son inicialmente la presentación del mundo y de las relaciones y van con nosotros allá donde estemos.

Lo que vamos viendo habitualmente se convierte en algo normalizado. Asumimos que esas son las formas de hacer las cosas o de vivir.

Durante la maravillosa etapa de la adolescencia, se desarrolla nuestra personalidad consolidando aquello que creemos, con un pensamiento más crítico que en comparación a cuando teníamos 3 años.

A partir de aquí hay quienes piensan que ya se terminaron todas las oportunidades para cambiar.

Si esto fuera así, la psicología no tendría sentido y estaríamos abocados al fracaso como sociedad y como personas.

Si NO quieres cambiar, o que NO va a servir para nada el cambio y que es IMPOSIBLE modificar algo, con bastante probabilidad NADA cambiará.

Así de sencillo.

Con estos ingredientes, el resultado será la aceptación de la situación manteniendo todo tal y como estaba.

Si piensas que SÍ te gustaría cambiar algo de ti, que SÍ puedes obtener ventajas tras ese cambio y que a pesar de la poca motivación quieres hacerlo, tienes muchas posibilidades de conseguirlo.

Muchos serán los intentos que habrás realizado para ser “distinto” y cambiar, y muchas habrán sido las frustraciones o las vueltas “a lo mismo”.

¿Esto quiere decir que por más que lo intentes no vas a poder cambiar?

No, en principio, no quiere decir eso.

El cambio no sucede por arte de magia ni existe un remedio eficaz para conseguirlo al instante.

Sin embargo, con los ingredientes adecuados, serás capaz de modificar lo que deseas.

¿Crees que eres la misma persona que cuando tenías 10 años menos?

Probablemente tu forma de pensar, opiniones o incluso gustos, no se mantengan exactamente igual que hace años.

Aprendes, vives nuevas experiencias y adquieres conocimientos que antes no tenías.

Ojo, no se trata sólo de vivir y fluir.

El paso de los años no es motor de cambio en sí mismo. Para cambiar hacen falta una serie de factores:

Cambiar implica motivación y consciencia.

Si no soy realmente consciente de qué quiero cambiar, por qué y para qué quiero hacerlo, el cambio será mucho más fantasioso e inviable.

Imagina que es tu pareja quien te pide que cambies, pero no entiendes realmente qué quiere que modifiques. O, sencillamente, no estás del todo de acuerdo en que seas tú quien tenga que cambiar.

Puede que intentes suprimir una conducta que se supone tienes que cambiar (tu pareja te lo está pidiendo) pero lo consigues durante un tiempo y luego vuelves a las andadas.

El pensamiento que te llega es algo como “no puedo evitarlo, al final, siempre caigo en lo mismo”.

Aquí hay una serie de preguntas que sería conveniente que te planteareas.

  • ¿Te has parado a pensar si realmente quieres cambiar esa conducta o si es una imposición externa?
  • ¿Te obligas a ti mismo o a ti misma a modificar algo sin tener motivos de peso?

Analizar tu conducta te permite valorar desde dónde viene esa petición de cambio y qué consecuencias agradables traerá.

Hacer este análisis tú solo o sola, puede ser complicado.

Quizás necesitas una ayuda externa.

Esta ayuda puede ser un familiar, un amigo o amiga. Alguien con quien te sientas en confianza y que te escuche sin juzgarte.

Tal vez sea el momento de solicitar ayuda de una persona experta.

El ser humano se co-regula con otros y el cambio también necesita tener referencias externas y recibir feedback.

Esto es posible si contrastas la información de fuera, la que te dan los demás, con la de dentro. Que tengas en cuenta lo que te demanda tu entorno frente a lo que tú sientes.

El siguiente paso es el cómo hacerlo.

Tienes muy claro qué quieres modificar y para qué y cómo te podrás sentir si cambias, pero no tienes herramientas para ello.

De nuevo pedir ayuda puede ser un factor clave.

Esta ayuda te va a aportar el apoyo de tu entorno o tener un lugar en el que hablar sobre este proceso de cambio.

Te permitirá observar cómo hacen los demás cuando están en una situación parecida a la tuya.

Aprenderás a mantener la paciencia y a tolerar la frustración ante los intentos sin resultado permanente.

A ser compasivo contigo mismo, aceptando que no es un camino lineal hacia arriba sino una ruta con desniveles, subidas y bajadas que te llevarán a la meta.

La conducta aprendida se puede reevaluar, desaprender y volver a iniciar un aprendizaje diferente.

Cambiar no significa modificar todo de ti.

Se trata de aprender otras formas de gestionarte, otras vías para canalizar situaciones, pensamientos y emociones.

Imagina que eres una persona muy celosa y siempre lo has sido.

Por más que intentas evitarlo, caes en discusiones con tu pareja por tu propia inseguridad.

No se trata de convertirte de la noche a la mañana en alguien que no es celoso o celosa.

Se trata de entender tu conducta. Qué hace que te comportes así. Descubrir de dónde viene esa inseguridad y comprender si los celos son funcionales para ti o no.

Saber si lo son es “tan fácil” como responder estas preguntas:

  • el hecho de que seas una persona celosa ¿tiene consecuencias agradables o desagradables?
  • ¿afectan tus celos a las diferentes áreas de tu vida o más claramente a alguna de ellas?

Hacerte consciente de todo lo anterior, te hará reflexionar y te ayudará a desear modificar estas sensación o consecuencias.

Esto no quiere decir que a partir de aquí sea tarea fácil, pero ya has dado el primer paso, que es el que más cuesta.

Tomar conciencia es fundamental.

Teniendo siempre bien claro que la forma en la que cambies dicha conducta requiere tiempo.

Un patrón tan interiorizado no se modifica con rapidez (o sí, depende de la persona) y esto no significa que sea imposible o que tú no puedas hacerlo.

Es como si acostumbras a conducir un coche y de la noche a la mañana te piden que conduzcas una lancha motora por el mar.

Puedes ser una persona experta en conducir coches y ser nefasta en el mar.

¿Significa eso que no puedes aprender a conducir una lancha?

No. Significa que necesitas aprender a hacerlo, practicar y entrenar hasta dominar la nueva conducta, la forma de conducir una lancha.

Quizás continúes con cierta tendencia a los celos.

Lo más seguro es que, con la intención que tienes de cambiar, puedas aprender a comprenderte y gestionar esas situaciones de otra forma.

Tú solo o sola o con ayuda, pero sí es posible modificar patrones y adquirir unos nuevos.

Ten en cuenta que cambiar una conducta también puede conllevar que vuelvas a equivocarte y tengas que volver a empezar.

Cambiar no es dejar de hacer algo para siempre.

Es tener en cuenta lo que sucede cuando te comportas de cierta forma o piensas de determinada manera y cómo te sientes o haces sentir a los demás con ello.

Es importante tener presente que el cambio comienza por uno mismo.

Aunque veas claro que alguien se está equivocando y haciéndose daño manteniendo un comportamiento determinado y quieras ayudarle, esa responsabilidad no es tuya.

Si alguien no quiere cambiar tú no lo harás por él o por ella.

Si te enganchas a la idea o el deseo eterno de que alguien que te quiere cambiará por ti, puedes correr el riesgo de invertir tiempo y energía en algo que no sucederá nunca.

Una cosa es dar una valoración sobre alguien desde fuera y otra muy distinta imponer a una persona una idea o necesidad tuya.

Si quieres intentar modificar algo, o ya tenías claro que querías hacerlo, pero consideras que necesitas ayuda, en Quiero Psicología podemos trabajar contigo.

Para que entiendas tus “porqués” y tus “para qués” y enseñarte nuevas herramientas que te permitan ampliar tus vías de actuación y pensamiento.

enfermedad menta, depresión

El estigma de la enfermedad mental

La semana pasada publicamos este post https://www.quieropsicologia.com/salud-mental-y-covid/ en el que te hablábamos de lo relacionada que está la pandemia con ciertos problemas de salud mental.

En él hablábamos de la depresión. De que seguimos sintiendo vergüenza a la hora de reconocer que tenemos un problema de salud mental.

Si eres de los que se han enganchado al mundo de las series y los canales privados, probablemente hayas visto el estreno en Netflix de una película española: «Loco por ella».

A primera vista puede parecer la típica comedia romántica.

Lo cierto es que esconde una realidad silenciada: el estigma de la salud mental.

Una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida.

Aún así, la salud mental sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad.

Salud mental = tabú.

Seguro que has escuchado miles de frases “motivadoras” que no solo te invitan a rechazar las emociones desagradables, como la ansiedad o la tristeza, sino que te hacen sentir mal, incluso culpable si las experimentas.

Este tipo de «motivaciones» hacen que expresar tu malestar pueda ser visto o sentido como algo negativo.

Puedes llegara sentirte discriminado o discriminada por hacerlo: «es que Rebeca se está quejando todo el día», «a Manuel no le llames que está siempre triste y me amarga», «mejor me callo, que van a pensar que estoy loco».

Esto que estamos haciendo se llama discriminar.

El fenómeno que explica la discriminación hacia las personas diagnosticadas con una enfermedad mental, se llama estigma.

El estigma implica mostrar rechazo y actuar de forma discriminatoria a partir de prejuicios sociales.

¿Por qué aparece este estigma?

El cerebro tiende a asociar ideas con características determinadas para simplificar la información. Tomamos atajos para poder predecir cómo actuar en determinados contextos y tomar decisiones más rápidamente.

Desde la infancia creamos asociaciones como “altura = peligro”, “azul= frío” o “rojo = quema”. Estos esquemas pueden llevarnos a sobregeneralizar y atribuir características negativas a ciertos colectivos, actitudes, formas de vestir o de pensar, etc.

A partir de elementos diferenciadores (las famosas «etiquetas») como haber sido diagnosticado de una enfermedad mental, la identidad sexual, nuestra raza, la forma de vestirnos, etc. aparecen determinados estereotipos asociados a cada una de ellas.

Esto provoca una categorización social.

Cuando actuamos de acuerdo a esos estereotipos, esas asociaciones que hemos visto antes (azul = frío, enfermedad mental = peligro, negro = malo, rojo = quema) estamos favoreciendo la discriminación social y el estigma hacia las personas «etiquetadas» en cada uno de esos estereotipos.

¿Qué consecuencias tiene?

Numerosos estudios científicos exponen que si una persona está etiquetada con un diagnóstico de enfermedad mental, tiene una alta probabilidad de ser considerada peligrosa para la sociedad. Percibimos a estas personas como violentas, impredecibles e incompetentes.

Así, desde el desconocimiento absoluto, sin haber hablado con ellas, dando por sentado una serie de cosas que pueden o no darse. Cada persona es un mundo. Cada diagnóstico mental también.

Uno de los estereotipos que más se asocia a las enfermedades mentales es el de la falta de control que la persona diagnosticada va a tener sobre los síntomas y su responsabilidad sobre la aparición de la enfermedad.

Tendemos a hacerles responsables de padecer una enfermedad mental, dando por sentado que son débiles e incapaces de manejar sus síntomas.

Las consecuencias sociales que provoca este fenómeno son devastadoras para este colectivo.

Más del 44% de las personas con un diagnóstico de enfermedad mental (la que sea) sufre discriminación laboral.

Más del 30% sufren rechazo por parte de la familia, los amigos e incluso la pareja.

Todo esto hace que sus oportunidades laborales, sociales, relacionales, se vean drásticamente limitadas.

Estas limitaciones les conducen, pasito a pasito, al aislamiento social.

¿Lo más preocupante?

Que muchas de estas personas son víctimas de discriminación por parte de otras que también han sido diagnosticadas con una enfermedad mental.

Auto-estigma

¿Por qué aceptamos que una persona pida la baja por una lesión y no por sufrir ansiedad o depresión?

¿Qué hace que guardemos el secreto si estamos deprimidos?

¿Tener una enfermedad mental te hace débil, incompetente, inútil?

Estas personas no solo han de convivir con la sintomatología de la propia enfermedad sino que también experimentan culpa, vergüenza, desesperanza y miedo.

Cuando hacemos propios los prejuicios asociados a una etiqueta social en la que sentimos que encajamos o nos han encasillado, caemos en el auto-estigma.

Ante el desconocimiento social y los prejuicios, es habitual sentir vergüenza a la hora de experimentar emociones desagradables.

Tristemente, esto también se asocia a la idea de acudir a terapia psicológica.

«Yo no estoy loco».

«Al psicólogo sólo van los que están fatal».

Los prejuicios que rodean a las enfermedades mentales, como la inutilidad y la peligrosidad de las personas diagnosticadas, son internalizados y pueden dar pie a silenciar nuestro malestar y aislarnos de nuestro círculo social para evitar un posible rechazo.

Los mensajes de positividad tóxica que encontramos en tazas que nos explican que sonreír es suficiente para tener un buen día.

Libros de autoayuda que te invitan a considerar tus pensamientos como tóxicos. «Creas lo que crees».

Campañas de publicidad que te bombardean con la idea de que la felicidad solo está en tus manos. «Si quieres, puedes».

Todo esto, crea un mensaje erróneo acerca de la salud mental y el autocuidado.

El auto-estigma puede agravar los síntomas.

Ante la vergüenza y el miedo, con el fin de protegernos, es normal que pensemos en minimizar nuestro malestar.

Le quitamos importancia, evitando pedir ayuda especializada.

¿Qué puedes hacer?

Un diagnóstico es solo una etiqueta. Ajustarse a una serie de síntomas.

Igual que a una persona que se lesiona un tobillo no le decimos «es un lisiado», a una persona que padece una enfermedad mental no la deberíamos identificar como «es un loco».

El diagnóstico no define la identidad de la persona.

No elegimos ni decidimos padecer diabetes, asma, una enfermedad cardíaca, etc.

Nadie elige sufrir una enfermedad mental.

Las emociones forman parte de nuestra vida. Las que nos gustan y las que no.

Todas tienen una función, todas están ahí para algo.

Rechazarlas o silenciarlas solo nos provoca un efecto rebote y un malestar mayor.

¿Conoces a alguien que esté pasando por un mal momento? ¿Crees que algún amigo o familiar podría padecer una enfermedad mental?

Si es el caso, evita juzgarle o decirle cosas como: “no te rayes, no es para tanto”, “seguro que en unos días se te pasa”.

Intenta ser empático.

Reconoce las dificultades que pueden estar atravesando y dile que estás ahí para lo que necesite.

Si eres tú quien se encuentra mal y no sabes por qué, date permiso para sentir emociones de esas que no te gustan.

Es normal tener días malos y sentir que no puedes hacer frente a todo.

Sentir ansiedad, tristeza o rabia no te hacen más débil, te hace humano.

Si estas emociones resultan cada vez más difíciles de manejar o crees que son demasiado intensas o duraderas y repercuten en tu día a día, permítete pedir ayudar especializada.

Como sabiamente dice el Jocker: Lo peor de tener una enfermedad mental es que la gente espera que actúes como si no la tuvieras.

Está en tus manos romper poco a poco este tabú y eliminar el estigma.

En Quiero Psicología estamos para ayudarte. Si juicio.

Las secuelas emocionales del 2020

Cambiar de año es un acto simbólico.

No dejas de ser tú ni las cosas cambian repentinamente del 31 de diciembre al 1 de enero, sin embargo, cuando comienza un año tenemos la sensación de que estamos estrenando algo.

Nos “ponemos” el 2021 y lo vivimos como algo nuevo.

Este año, más que otros, seguro que has escuchado la frase de “ojalá llegue el 2021 ya”, “ojalá el 2021 traiga más cosas buenas que el 2020”.

Parece que estábamos esperando el 2021 como agua de mayo, pero es difícil empezar algo nuevo sin haber hecho el duelo de lo que dejamos atrás. Sería algo así como empezar una nueva relación sin haber procesado el final de la anterior.

El año que acabamos de despedir ha tenido un enorme impacto en todos nosotros a nivel social.

A parte de nuestras circunstancias personales, nos hemos visto condicionados por situaciones externas, totalmente fuera de nuestro control.

Hemos estado y estamos sometidos a la incertidumbre propia de una pandemia mundial. Sentimos que hay algo por encima de nosotros que nos dice lo que debemos o no debemos hacer y esto a muchos, nos supera.

Toda la vorágine que ha traído consigo el 2020 ha podido dejarnos secuelas emocionales como sociedad y como individuos.

¿Cómo ha sido tu 2020? ¿Cómo te sientes, ahora que ha pasado?

Te proponemos que hagas un ejercicio de observación y que reflexiones sobre cómo estás y cómo has estado a lo largo del pasado año.

Quizás reconozcas alguna de estas sensaciones:

Incertidumbre

En marzo empezaste a recibir mensajes contradictorios que no te permitieron tener una idea real de la situación.

Al principio podías escuchar a personas diciendo que “vendrá un virus que no tendrá grandes repercusiones”. Al mismo tiempo, los expertos ya estaban avisando de que el virus iba a ser muy contagioso y que podría tener graves repercusiones para nuestra salud.

Esto pudo haber generado la sensación de no saber realmente cuánto impacto iba a tener ese virus sobre ti y los tuyos.

A medida que pasaban los días comenzaste a ver cómo se cerraban los colegios, los centros comerciales, se suspendían eventos, etc.

Al ser una situación nueva y desconocida, no sabías cuál iba a ser la progresión, cómo iba a ir yendo todo.

La situación escapaba a tu control y por mucho que intentaras hacer, al final tenías la sensación de que hicieras lo que hicieras, no podías cambiar lo que estaba pasando.

La incertidumbre genera ansiedad, miedo a no saber si mañana van a cerrar tu trabajo, si vas a poder ver a tu familia, si los tuyos están bien, etc. 

Ansiedad.

¿Sentiste que estabas más activada/o de lo normal? ¿Notaste que reaccionabas con más intensidad de lo habitual ante situaciones cotidianas?

La ansiedad aparece cuando hay algo que nos amenaza, cuando nos sentimos en peligro nos activamos para poder protegernos. La sensación de que hay un peligro que nos amenaza como sociedad y como individuos hace que activemos nuestras alarmas.

Dependiendo del nivel de ansiedad que hayas experimentado, esa protección ha podido ir desde el “no me cuido, me da igual lo que está pasando” al “no quiero salir de casa por miedo al contagio”.

Soledad.

Las medidas de prevención han impedido los abrazos, los besos, el contacto físico, y eso ha hecho que te sintieras más lejos de tu gente.

También el no haber podido estar con tu familia o con tus amigos puede haberte hecho sentir más solo/a.

La distancia social también ha marcado una distancia emocional, nos ha alejado a los unos de los otros.

Duelo.

La situación del 2020 nos ha obligado a todos a experimentar diferentes duelos: desde asumir que muchos planes han sido cancelados, pasando por la desaparición de la rutina o la pérdida de trabajo o, incluso, la ruptura de amistades o parejas.

Por supuesto, si has perdido a alguien cercano y querido, la falta de cercanía en sus últimos momentos, la imposibilidad de despedirse o de acompañarlo en el funeral, es más que probable que te hayan marcado profundamente.

En este post https://www.quieropsicologia.com/ritual-de-despedida/ te dimos algunas pautas para transitar la pérdida que siguen siendo útiles.

En cualquier duelo la tristeza tiene un papel fundamental. Esta tristeza te ha podido afectar de muchas formas, incluso sin que hayas sido consciente de ello. Has podido sentir que no tenías tantas ganas de hacer cosas, que estabas muy desanimado/a y sin energía, que todo daba lo mismo.

Falta de control.

Las limitaciones impuestas, las medidas de prevención y las restricciones han hecho que perdamos nuestra capacidad de elección y eso te ha podido hacer sentir más vulnerable, indefenso y sin poder decidir.

Sentir que no tienes el control es algo difícil de asumir, especialmente si eres una persona acostumbrada a controlar todo lo que sucede, o al menos a creer que lo controlas.

Culpabilidad.

Mucha gente ha expresado una sensación casi permanente de culpa. Culpa por no haber hecho lo suficiente, por no haber estado tan cerca de los tuyos o incluso por no haber sabido tomar las medidas adecuadas.

Por supuesto, nada de esto ha sido tu culpa y hayas hecho lo que hayas hecho, ha sido suficiente.

Trabajar como cajero/a en un supermercado cuando más falta hacía, reponer productos en un almacén, ser enfermero/a o médico, limpiar las calles, dar clase, todo ha sido suficiente.

Quedarse en casa cuidando de los hijos o personas dependientes, teletrabajar y ejercer de madre/padre al mismo tiempo o quedarse en casa en ERTE, lo has hecho lo mejor que has sabido o podido en esos momentos.

Ser responsable, hacer caso de lo que las autoridades recomendaban, prestar atención a las medidas de seguridad, todo ello ha sido suficiente porque nadie sabía qué más podíamos hacer.

Enfado.

Es probable que la ira o el enfado sean de las emociones más reconocibles. Durante este año tan inusual, has podido experimentar enfado y mostrarte más irascible en general.

Ver cómo las medidas cambiaban cada cierto tiempo, cómo tus seres queridos estaban lejos y sentías la presión de no poder ir a verlos, saber que tu abuela/o vivía una situación injusta por el covid, los temas de conversación que giraban en torno a la pandemia, las dificultades para adaptar el trabajo en casa, etc.

Todas estas cosas nuevas, extrañas e inesperadas pueden haber provocado que te enfadaras más de lo habitual.

Es normal que hayas experimentado enfado e irascibilidad. Ha habido situaciones en las que por mucho que hicieras, tu parcelita de responsabilidad estaba muy limitada.

¿Te sientes identificado/a con cualquiera de estas emociones, sensaciones o situaciones y quieres darles un espacio, observarlas con más detenimiento?

Este año que dejamos atrás, tan complejo y extraordinario, te ha podido poner en contacto con partes de ti que no conocías y puede ser un buen momento para iniciar tu propio proceso. No dudes en llamarnos y empezaremos a trabajar. 

Te esperamos para ayudarte a ordenar esas ideas, emociones, recuerdos, sentimientos y comenzar el 2021 con todo lo vivido el año pasado en su sitio.

La «normalización» del acoso.

Bullying y mobbing son términos que todos conocemos, hasta el punto de que se han convertido en asunto de impacto social. El acoso, el abuso en todas sus formas se está haciendo cada vez más visible.

La visibilización de estos fenómenos ha provocado que se hayan generado movimientos y asociaciones. Asociaciones que buscan la prevención y la eliminación de todo tipo de acoso, en todos los ámbitos: escuelas, empresas, etc.

También han surgido espacios especializados para atender a las víctimas, proporcionándoles apoyo y acompañamiento. El trabajo de estos espacios es fundamental para minimizar las consecuencias físicas, mentales, psicológicas y emocionales que las víctimas pueden experimentar en las distintas etapas de su vida.

Esta visibilidad también ha facilitado que cuando alguien nos comenta que está sufriendo mobbing en su puesto de trabajo o que su hijo o hija está siendo víctima de bullying en su centro escolar, podamos comprender, aunque sea parcialmente, qué es lo que está viviendo.

Obviamente, si no hemos sido víctimas de acoso, no podemos ponernos en su piel. Podemos empatizar con ellos/as y con el sufrimiento que están experimentando.

El acoso no es algo puntual que sucede en un momento en el tiempo y luego desaparece. Más bien al contrario. Un niño/a víctima de bullying en la escuela muy probablemente será un adulto/a que víctima de moobing o maltrato de algún tipo.

Lamentablemente, tendemos a aceptar este tipo de maltrato. En algunas ocasiones y en ciertos ámbitos no lo cuestionamos, es algo que sucede, ha sucedido y no parece que vaya a dejar de suceder.

Nos mostramos indignados con el hecho. Expresamos lo incomprensible que nos resulta que alguien pueda ejercer este tipo de acoso hacia otra persona. Nos quedamos en eso. Solemos hacer poco por solucionarlo, especialmente si nuestro hijo o hija es la persona abusadora.

Como mucho, reaccionamos y ofrecemos apoyo, especialmente si somos víctimas o lo hemos sido o alguna persona cercana lo ha sido en algún momento. Pero no somos conscientes de que estos hechos de acoso no solamente se producen en el ámbito escolar y laboral. En la cotidianeidad de las relaciones sociales somos acosados y acosamos. En muchas ocasiones, de forma totalmente inconsciente, mantenemos y toleramos situaciones de acoso moral y psicológico que «preferimos» ignorar y no ver.

A veces, cuando alguien nos menciona que se siente mal ante el trato de un amigo, un cliente, un trabajador de un comercio, no le damos credibilidad ni importancia y le decimos que lo ignore. Excusamos y justificamos la actitud de esa persona, ninguneando el malestar que nos han expresado.

Según el Diccionario de la Real Academia de la lengua Española, el acoso psicológico o acoso moral es “la práctica ejercida en las relaciones personales, consistente en dispensar un trato vejatorio y descalificador hacia una persona, con el fin de desestabilizarla psíquicamente”.

Atendiendo a esta definición, ¿cuántas veces en nuestra vida diaria nos hemos encontrado involucrados en este tipo de situaciones? Ya sea como víctima, como ejecutor o como observador.

Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos participado en estos sucesos, de manera más o menos consciente, de forma más o menos voluntaria. Realmente ¿qué hemos hecho por cambiarlo? Entre poco y nada, porque no está visibilizado, categorizado, es algo «que le pasa a la gente». Hasta que no ponemos una etiqueta a un suceso o a una situación cualquiera por injusta que sea, no la tomamos en cuenta o tendemos a minimizarla..

La sutilidad del maltrato en el día a día.

Las relaciones personales son aquellas en las que interactuamos con otra persona, independientemente del vínculo que tengamos con ella. Son el trato diario con el con el portero, nuestros vecinos, el conductor del autobús, la panadera, el del kiosco o quien nos pone un café cada mañana.

Los fenómenos de acoso e intimidación se producen a diario hacia aquellas personas a las que minus valoramos. Lo hacemos por diferentes motivos: su profesión, su forma de vestir, sus características físicas, el lugar en el que viven o por haber nacido o crecido en determinado lugar. Circunstancias todas o casi todas que son aleatorias en algunos casos o circunstanciales en otros.

Cuando se ejerce un acto de discriminación, de acoso o de vejación hacia otra persona, estamos provocando en ella una desestabilización psíquica. Si ésta se mantiene en el tiempo, puede tener consecuencias de alto impacto en su salud mental, emocional y psicológica.

En muchas ocasiones, estas situaciones no se perciben de forma clara; dudamos de la intencionalidad y podemos llegar a pensar que estamos malinterpretando las palabras y actitudes de la otra persona. Pensamos o interpretamos que son hechos puntuales y aislados y que esa persona está teniendo un mal día, ha cedido ante un acto impulsivo o no es consciente del malestar que sus actos provocan.

Puede que sea así pero, a veces, estas actitudes se mantienen en el tiempo y, de manera progresiva, van aumentando en intensidad y frecuencia. Esta escalada puede provocar en quien la padece normalice y acepte este maltrato, instalándose y provocando daños en su autoestima y autoconcepto.

Esto hace que nosotros mismos degrademos nuestra valía, colocándonos de forma inconsciente en una posición inferior. Esta forma de sumisión se produce inicialmente ante quien nos maltrata o acosa y puede llegar a generalizarse ante el resto de nuestro entorno o incluso ante la sociedad.

Por esto es importante que, en el momento en que detectamos este tipo de comportamientos, actuemos para ponerle fin. Cuando observamos cómo una persona es degradada, ignorada o ninguneada deberíamos saltar como un resorte para poner freno a la situación.

¿Qué puedo hacer si soy víctima de acoso?

Este tipo de maltrato y/o de acoso puede ser un hecho aislado o una actitud mantenida en el tiempo. En cualquier caso, es imperativo hacerle ver a la persona acosadora o maltratadora, que su comportamiento es inadecuado, agresivo, molesto, etc.

Es fundamental defender nuestro derecho a ser tratados con dignidad. Es importante mostrarnos seguros y recalcar nuestra valía y el respeto del que somos merecedores, de manera pacífica pero activa, con firmeza y seguridad.

Para ello, debemos poner en juego la conocida asertividad. Indicar con claridad lo que ha ocurrido, cómo nos ha hecho sentir y mostrando nuestra disconformidad con que repita.

Hay en casos en los que no nos sentimos con fuerzas para actuar y preferimos ignorar, aguantar lo que nos echen. Evitamos generar malestar en el otro o no provocar un conflicto y anteponemos su bienestar al nuestro.

En estas ocasiones, siempre podemos pedir ayuda, consejo, compañía para sentirnos más seguros en nuestras acciones. Sentirnos escuchados y acompañados nos da seguridad.

Pedir ayuda a un amigo, a un familiar, a nuestra pareja o incluso a un profesional, es un acto de valentía y fuerza. No debes avergonzarte por hacerlo. Si una situación nos provoca malestar, incomodidad o sufrimiento, debemos hacerla explícita y buscar la forma de solucionarla.

Está claro que hay muchos tipos de maltrato, de acoso, formas infinitas de hacernos sentir inferiores, raros, diferentes y de que esto nos genere malestar. Es fundamental, cuando estamos inmersos en una situación en la que nos sentimos maltratados, ninguneados, molestos permanentemente, asustados incluso, dar un paso atrás e intentar romper esa dinámica.

Darse cuenta de que estamos siendo víctimas de acoso o de abuso no siempre es fácil. Solemos justificar a nuestros maltratadores: son cosas de niños; fulanito es un borde; nuestra pareja ha tenido un mal día en el trabajo o nuestra madre ha perdido los nervios.

Maltratar no es una solución. Que nos maltraten no es justo, sano ni necesario. Se puede romper el círculo. Si necesitas ayuda, estamos para acompañarte.