Octubre trans: cuando la disforia no está en el cuerpo sino en la mirada
Octubre es un mes para visibilizar, recordar y reivindicar las identidades trans. Pero también puede ser un mes para pensar más allá de los clichés: porque lo trans no es solo una historia de cuerpos que cambian, sino de miradas que pesan, expectativas que hieren y lenguajes que excluyen.
En psicología, solemos hablar de disforia de género como el malestar que aparece cuando hay una incongruencia entre el género sentido y el asignado al nacer. Pero existe un concepto menos conocido, y cada vez más discutido en los espacios clínicos y comunitarios: la disforia social.
¿Qué es la disforia social?
La disforia social no surge del cuerpo, sino del contacto con una sociedad que no valida la identidad. No tiene que ver tanto con cómo una persona trans se percibe, sino con cómo el entorno la percibe —o no la percibe—.
Es ese malestar que se activa cuando el nombre, los pronombres, la voz o la expresión de género son cuestionados, ignorados o corregidos. Es la sensación de desajuste constante entre quién soy y cómo me leen.
Y es profundamente psicológico: a veces no depende de cirugías ni hormonas, sino de la relación con los otros, del espejo social que devuelve una imagen que no coincide con la identidad real.
El cuerpo como refugio o como campo de batalla
Para muchas personas trans, el cuerpo puede ser una fuente de conflicto, sí, pero también de refugio y afirmación. Sin embargo, la disforia social es más escurridiza: se infiltra en los espacios cotidianos —en la oficina, en la escuela, en la familia— y genera un estado de hipervigilancia constante.
No se trata solo de sentirse mal por ser mal nombrade; se trata de vivir en alerta por si el entorno volverá a desconfirmar quién eres.
Desde la clínica, esto se traduce en altos niveles de ansiedad social, estrés postraumático complejo, y dificultades para desarrollar un sentido estable de sí. Porque cuando el entorno niega tu identidad, no niega solo un nombre: niega tu existencia psicológica.
La mirada que crea (o destruye) identidad
La identidad se construye en relación. Necesitamos que el mundo nos reconozca para poder reconocernos también. Pero, ¿qué ocurre cuando el entorno insiste en devolvernos una imagen que no somos?
La disforia social es, en parte, una herida relacional: no nace en la persona trans, sino en una cultura que no está preparada para sostener la diversidad de identidades.
Por eso, hablar de “disforia social” no es un detalle terminológico, sino un cambio de paradigma. Es pasar de pensar que el malestar está “dentro” de la persona, a entender que está en el vínculo, en la estructura social y simbólica que la rodea.
La importancia de cambiar la pregunta
Durante décadas, la psicología ha preguntado: “¿cómo ayudamos a las personas trans a adaptarse a su cuerpo o a su identidad?”.
Tal vez la pregunta que necesitamos ahora sea otra:
¿cómo ayudamos a la sociedad a dejar de generar disforia social?
Porque la mayor parte del sufrimiento trans no proviene de la identidad en sí, sino de la falta de reconocimiento, de la discriminación sutil o abierta, de los entornos que exigen “demostrar” quién se es para ser aceptade.
Y ahí la psicología tiene una tarea pendiente: revisar sus propios sesgos cisnormativos, sus protocolos, su lenguaje, y su manera de acompañar.
Acompañar desde la validación
Acompañar a una persona trans no es solo validar su proceso corporal, sino sostener su vivencia frente a un mundo que muchas veces no la valida.
Implica reconocer que el malestar no siempre viene de dentro, y que sanar también pasa por reparar el vínculo con el entorno, construir redes de apoyo, y crear espacios donde el reconocimiento no se negocie.
El trabajo terapéutico no debería centrarse únicamente en reducir el malestar, sino en devolverle a la persona el derecho a existir en sus propios términos. Porque la salud mental no es solo un asunto individual: es un reflejo de cómo una sociedad trata a las identidades que la habitan.
Cerrar octubre mirando hacia dentro
En este octubre trans, además de celebrar y visibilizar, tal vez podamos detenernos a mirar cómo nosotres, desde la psicología, la educación o la vida cotidiana, participamos en esa disforia social.
Cada vez que invalidamos, dudamos o corregimos, contribuimos a ella.
Y cada vez que nombramos bien, que escuchamos, que acompañamos con respeto, ayudamos a reparar una herida que no debería existir.


